jueves, 23 de junio de 2011

Sobre castillos en la arena. Sobre ilusiones y proyectos.

Querido ratón, vuelvo a inventar.

Cuando era pequeña, mi padre, mi hermano y yo solíamos hacer castillos en la arena. Era verano y hacía un calor sofocante en aquella playa concurrida de Tavernes de la Valldigna, donde mis abuelos tenían un apartamento en un edificio llamado Las Vegas. 

Siendo una niña, la odiosa arena de la playa no resulta tan molesta, es más, era necesario llenarte de ella porque eso significaba que había sido un gran día. Era divertido. Para mi, el día era redondo cuando mi padre se sentaba a nuestro lado, con cubos y palas, y nos ayudaba a cavar un gran hoyo, del cual cogíamos la arena mojada para hacer que nuestro castillo fuera más fuerte y aguantara mejor el ir y venir de las olas y de las personas. Luego regresábamos a casa orgullosos de haber dejado nuestro rastro sobre la playa, aunque la mayoría de las veces éste se había derrumbado mucho antes de nuestra partida.  


Al crecer, seguí construyendo castillos. Aunque si bien el contexto y los materiales eran distintos, la necesidad de crearlos e imaginarlos en mi día a día no cambió. De pequeña te enseñan que tienes que construir muchos castillos en la arena, durante largo tiempo y de todas las formas posibles, para lograr que uno se mantenga en pie.

Entonces sólo nos queda seguir siendo nosotros mismos, soñar e imaginar. Hay muchos factores incontrolables que pueden dañar nuestros castillos de arena, como el vaivén de las olas y las pisadas de bañantes desesperados por llegar a la orilla del mar. Alomejor el truco está en disfrutar simplemente de la arena, como cuando éramos pequeños, y dejar que el viento desplace la duna que se ha ido formando. Al fin y al cabo, si ésta está bien cimentada, perdurará en el tiempo.

Y si nada de esto resulta, recurro a los versos de Benedetti: inventarte es mi forma de creerte.